Cuando pregunté qué era lo que mantenía a este pobre leproso tan unido a la vida, me dijeron lo observara por las mañanas.
Y vi que, apenas amanecía, aquel hombre acudía al patio que rodeaba la leprosería y se sentaba enfrente del alto muro de cemento que la rodeaba.
Y allí esperaba… esperaba… hasta que, a media mañana, tras el muro, aparecía durante unos cuantos segundos otro rostro, una bella mujer que se paraba al frente y le sonreía con una hermosa y amplia sonrisa.
Y allí esperaba… esperaba… hasta que, a media mañana, tras el muro, aparecía durante unos cuantos segundos otro rostro, una bella mujer que se paraba al frente y le sonreía con una hermosa y amplia sonrisa.
Entonces el hombre comulgaba con esa sonrisa y sonreía él también. Luego la mujer desaparecía y el hombre, iluminado, tenía ya alimento para seguir soportando una nueva jornada y para esperar a que, al día siguiente, regresara el rostro sonriente. Era su mujer.
Cuando lo arrancaron de su pueblo y lo trasladaron a la leprosería, la mujer lo siguió, y se instaló a vivir en el pueblo más cercano a la leprosería. Y todos los días acudía para continuar expresándole su amor.
«Al verla cada día – me dijo el enfermo – sé que todavía vivo.»
Muchos viven gracias a tu sonrisa, a tus palabras, a tu esperanza, a las migas de cariño que les puedas dar.
No bajes los brazos.
No dejes de sonreír y de tratar bien a los demás.
No dejes de ser bondadoso.
No dejes de entregar amor.
No dejes de entregar alegría.
1 Reyes 5:4
"Pero ahora el Señor mi Dios nos ha dado
calma en todas partes, pues no tenemos
enemigos ni calamidades".
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